lunes, 9 de noviembre de 2015

Rue de Gavilán 17

Vuelan los recuerdos acompañando a la perdiz, temerosa de las alturas, en su rasante revoloteo, mimetizando su sombra en la bandada de tordos y posando la memoria en la mirada fija del búho, alimentando la sabiduría. Un mirlo blanco canta a la esperanza la singular probabilidad de su existencia.
 
Un chillido agudo anuncia su presencia, abriendo paso la brisa a su aleteo, que el aire fue creado para ser sendero de sus acrobacias perfectas, viajando la infancia acurrucada en su corto cuello por encima de las acacias japonesas que sombrean la terraza del Bar Nido, donde sus vecinos refrigeran las gargantas al acecho de ventanas discretas e indiscretas. Una vuelta por la pequeña plaza y el quiosco de Juan, repleto de niños comprando sobres de soldados de plástico... "Yo los rusos". "Yo la Legión Francesa". Y de niñas pidiendo sus recortes de vestidos de muñecas. La figura del gavilán va creciendo en su calle mientras se acerca a su hogar, el quince, el diecinueve y con un requiebro, el diecisiete.
 
Antes de entrar al portal, una mirada a la ventana del salón del bajo de Adriana, con su televisión adelantada al color en su forraje de papeles celofán, amarillo, rojo, azul, el arco iris de la imagen, el poder de la imaginación, José Carlos estira su proyecto de campeón de Maratón por las calles de Sevilla. La mirada fija en las cicatrices de la calle te recuerdan que allí viviste el terremoto del 69, con las lámparas danzando al son del destino y los vecinos exhibiendo vergüenzas a merced de lo que quisiera el azar.
 
Buenos días a María, la anciana vecina del otro bajo. Una carrera por la pasarela de madera, salvando motocicletas, ciclomotores, bicicletas y los soldados de plástico los escalones hacia el patio, de vuelta una mirada al interior del contador de agua y sus cochinillas de humedad. Subes las escaleras y en el principal, un saludo a Pepa, quizás a Pepe si volvió de su embarque, y a Pilar, con su sombra colorida de ojos. Sigues subiendo y a derecha Mercedes y su hija, melena morena al viento, Marilú, a la izquierda Ceferina con sus hijas, Isabel y Sofía, quizás su nieta asomada en la ventana que da a la plaza, sonriendo a la vida.
 
Llegas al tercero, Carmen de Armesto y Juan Armesto, con su tricornio, el uniforme verde y su ejército de beneméritos retoños diseminados por cuarteles de España. Y Carmen, mi abuela Carmen la de Rafael el pescadero, escuchando sus gritos de victorias o derrotas al dominó desde El Pavo Real, aquél bar a la esquina que daba a la entrada de la Fábrica de Contadores.
 
De la mano de mi abuela, un paseo por la Plaza de Abasto y el aroma de los puestos, frutas, verduras, quesos, carnes y los pescados de la Chata. A la vuelta la necesaria panadería de Rosarito y sus capachos de pan; un cuarto de queso blanco en la de ultramarinos del calvo. Ya me están esperando el Fali y el Curro, para jugar a la pelota, regateando vecinos y paseantes. Llega la noche del sábado, duermes.
 
Amanece el domingo y a por calentitos, a la derecha, dos calles más abajo; después del desayuno el paseo que esperaba, mi primer colegio, la amiguilla de San Ignacio de Loyola, el Cine Mayte y la ambrosía del olor a adobo del Bar Los Barbos, con su patio interior y el juego de los "ranos", unas partidas, un refresco y la alegría del vaivén del barco de las calesitas, un asueto para soltar la impaciencia: las carreras de galgos, ¿a cuál apostamos?, hormigueo de chavalería y mayores entre el timbre de la postura y la arena del canódromo.  De regreso a casa sin acertar ni una, ¿por qué el tuyo es siempre el último?
 
Ya huele a puchero por las escaleras de granito negro de Gavilán 17, por la tarde el Sevilla F.C. me está esperando.
 
 

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