Brisa de aroma a paz y libertad
desde la vieja Europa que esparce su oligofrénico aroma entre la hediondez que
da la muerte absurda y la angustia del perecer tangible, la vida que escapa en
chalanas de bajos fondos inhalando el alucinógeno férreo que da poder sentir un
segundo más.
Una niña ofrece una galleta a uno de los policías húngaros que guardan las vías del tren. / CARLO ANGERER (El Correo.com)
Vidas anónimas alimentadas a
base de arrojar pan apuntando a la diana de la dignidad, vidas filiadas cuando
ya no es vida solo cuerpo inerte a la orilla de la indolencia. Fobia a la vida
en la nueva Europa de vallas y guardianes en el camino a la angustia, de
zancadillas traicioneras para arrojar el orgullo de bruces al polvo de la patria,
donde la brisa pasa a huracán de miserias y algún que otro espejismo de aroma a
potaje de berzas sobre caballos cartujanos, risas efímeras de hoy ante tanto
llanto de ayer y mañana.
Es el fruto dorado de los ojos
vendados ante el cultivo en la tierra prometida, ahora en barbecho de siembra y
abono de odio, cuna de la incívica civilización
de fronteras y territorios ganados a base de humillar a vecinos con el alma
hundida en el temor. El fruto amargo de la espalda dada por los hermanos de
sangre en la opulencia del oro negro y las kufiyas protectoras de las ventoleras
del desierto sin oasis.
Miserias deambulatorias buscando
un lugar donde poder dormir y quizás soñar, lugares donde las miserias
autóctonas se han convertido en endémicas sin antídotos a la ilusión por un
paraíso de necesidades básicas, paraíso de cementos vacíos y estómagos yermos,
vergel de serpientes enroscadas en manzanas tóxicas para un nuevo día con la
aurora en oriente y el ocaso en occidente y en su tránsito la supervivencia
instintiva como recurso.
Un paraíso donde respirar se mide en tantos por
cientos, vivir en presupuestos y sentir es una entelequia.
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