Vuelan los recuerdos acompañando
a la perdiz, temerosa de las alturas, en su rasante revoloteo, mimetizando su
sombra en la bandada de tordos y posando la memoria en la mirada fija del búho,
alimentando la sabiduría. Un mirlo blanco canta a la esperanza la singular
probabilidad de su existencia.
Un chillido agudo anuncia su
presencia, abriendo paso la brisa a su aleteo, que el aire fue creado para ser
sendero de sus acrobacias perfectas, viajando la infancia acurrucada en su
corto cuello por encima de las acacias japonesas que sombrean la terraza del
Bar Nido, donde sus vecinos refrigeran las gargantas al acecho de ventanas
discretas e indiscretas. Una vuelta por la pequeña plaza y el quiosco de Juan,
repleto de niños comprando sobres de soldados de plástico... "Yo los
rusos". "Yo la Legión Francesa". Y de niñas pidiendo sus
recortes de vestidos de muñecas. La figura del gavilán va creciendo en su calle
mientras se acerca a su hogar, el quince, el diecinueve y con un requiebro, el
diecisiete.
Antes de entrar al portal, una
mirada a la ventana del salón del bajo de Adriana, con su televisión adelantada
al color en su forraje de papeles celofán, amarillo, rojo, azul, el arco iris
de la imagen, el poder de la imaginación, José Carlos estira su proyecto de
campeón de Maratón por las calles de Sevilla. La mirada fija en las cicatrices
de la calle te recuerdan que allí viviste el terremoto del 69, con las lámparas
danzando al son del destino y los vecinos exhibiendo vergüenzas a merced de lo
que quisiera el azar.
Buenos días a María, la anciana
vecina del otro bajo. Una carrera por la pasarela de madera, salvando
motocicletas, ciclomotores, bicicletas y los soldados de plástico los escalones
hacia el patio, de vuelta una mirada al interior del contador de agua y sus
cochinillas de humedad. Subes las escaleras y en el principal, un saludo a
Pepa, quizás a Pepe si volvió de su embarque, y a Pilar, con su sombra colorida
de ojos. Sigues subiendo y a derecha Mercedes y su hija, melena morena al viento,
Marilú, a la izquierda Ceferina con sus hijas, Isabel y Sofía, quizás su nieta
asomada en la ventana que da a la plaza, sonriendo a la vida.
Llegas al tercero, Carmen de
Armesto y Juan Armesto, con su tricornio, el uniforme verde y su ejército de beneméritos
retoños diseminados por cuarteles de España. Y Carmen, mi abuela Carmen la de
Rafael el pescadero, escuchando sus gritos de victorias o derrotas al dominó
desde El Pavo Real, aquél bar a la esquina que daba a la entrada de la Fábrica
de Contadores.
De la mano de mi abuela, un paseo
por la Plaza de Abasto y el aroma de los puestos, frutas, verduras, quesos,
carnes y los pescados de la Chata. A la vuelta la necesaria panadería de
Rosarito y sus capachos de pan; un cuarto de queso blanco en la de ultramarinos
del calvo. Ya me están esperando el Fali y el Curro, para jugar a la pelota,
regateando vecinos y paseantes. Llega la noche del sábado, duermes.
Amanece el domingo y a por
calentitos, a la derecha, dos calles más abajo; después del desayuno el paseo
que esperaba, mi primer colegio, la amiguilla de San Ignacio de Loyola, el Cine
Mayte y la ambrosía del olor a adobo del Bar Los Barbos, con su patio interior
y el juego de los "ranos", unas partidas, un refresco y la alegría
del vaivén del barco de las calesitas, un asueto para soltar la impaciencia:
las carreras de galgos, ¿a cuál apostamos?, hormigueo de chavalería y mayores
entre el timbre de la postura y la arena del canódromo. De regreso a casa sin acertar ni una, ¿por qué
el tuyo es siempre el último?
Ya huele a puchero por las escaleras de granito negro
de Gavilán 17, por la tarde el Sevilla F.C. me está esperando.
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