Fluye sangre azul entre las venas
de la inamovible Constitución, la tinta indeleble de cada rincón de sus
inmaculadas páginas, cosidas con los hilos de oro y el lomo a fuego;
impenetrable, inviolable... indescifrable. Encadenada la voluntad democrática
con el Título Dos en las muñecas y el Diez en los tobillos, grilletes lacrados
con las llaves fondeadas... matarile, rile, rile.
En la crónica de una abdicación
anunciada salen sus cancerberos enseñando dientes y gruñendo su rígida flexibilidad,
un acto de normalidad democrática la herencia sanguínea y sálica de la
institución garante de la unidad y permanencia nacional, literalidad cómica de
los estragos de la consanguinidad, por encima del arbitrio interpretativo de
vivienda, educación, reunión y vida, derechos de pernada.
Danza nerviosa de elefantes que
hacen temblar los cimientos armados que sostienen la casta gobernante,
rellenando de excrementos las grietas que el temblor se encarga de agrandar,
aforamiento con prisas que aunque rellenas huelen a podredumbre hedionda y
tratamiento soberano de por vida, pestilente todo y todo ambientado de flor de
lis.
Y a la ventana de palacio se
asoma el heredero de la democracia más instruido, intervenido de lobotomía
constitucional por las mayorías alternantes, vividores todos de los servicios
prestados y el pueblo aclama, el pueblo desaprueba. El pueblo calla, a Rey
vivito y cojeando, Rey impuesto; casta y coraje.
Pero qué bien lo hicieron los padres
constituyentes y se marcharon entonando... matarile, rile, ron.
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