Ya hace mucho tiempo que uno dejó
de ser un niño, de esperar impaciente y aterrorizado, con la sábana como
capucha y de espaldas a la puerta, que apareciera la luz del día de un Día de
Reyes, deseando que, ese año sí, por fin, estuviese el garaje y gasolinera de
coches que tanto ansiaba, la ilusión de todos los años que, uno tras otro, se
desvanecía al contemplar los regalos.
No, no es que tuviera Reyes
escasos, más bien suntuosos, enciclopedias de animales que más quisieran tener
los mejores zoólogos, Cine Exin, Scalextric, Exin Castillo, el balón de
reglamento de todos los años, equipaciones y botas de fútbol, bicicleta, coches
dirigidos, colecciones inmensas de coches en miniatura, Madelmanes de postín, pero
nunca apareció el dichoso garaje y en mis adentros miraba a Baltasar con el interrogante
de la inocencia.
Con el tiempo yo fui Baltasar,
intentando llevar la ilusión al extremo de aparición fantasmagórica y siempre
con los "mejores" regalos y con la certeza que quienes recibían los
regalos echaban en falta aquel garaje que nunca llegaba, esa sorpresa que
hiciera palidecer motos eléctricas, el brillo de diamantes, la muñeca agotada
de todos los años que tanto costaba encontrar, la consola con el videojuego
imposible, el último móvil del mercado, pórtatiles o ipods... siempre veía en
los ojos de la inocencia reflejado el brillo del garaje invisible.
Y no llega, ese garaje nunca
aparece y sé que no podré ofrecerlo hasta que yo mismo sea capaz de tenerlo, algo
le faltó y le falta a Baltasar para poder enseñar la ilusión plena, el gozo
supremo de satisfacer deseos, lo más recónditos deseos. Le falta la ilusión de
ver aparecer de la nada el garaje frente a sus ojos, tan brillante que
palidezca todo alrededor, impregnarse de la magnificencia del deseo cumplido,
para poder realizar a plena satisfacción su deber.
Tal vez, Gaspar, ese que dicen que salió de Huelva, se apiade de él y
al despertar del reposo del duro trabajo nocturno, encuentre frente a sus ojos
aquel garaje donde reparar las ilusiones ajenas.
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