Subían la calle de la gusa y paraban en la plaza del Don Nadie,
entre harapos y cartones recogían la comida trasnochada del jardín de las
sobras, un aliento y dos hijas junto al desprecio de la sociedad ausente que
hoy se rasga las vestiduras de la incredulidad y seguirá al calor de la copa de
cisco de la indiferencia, contemplando las luces de la Navidad.
Ellos ya no la verán, puñaladitas de hambre que dejó la
muerte después de muchos pases de pecho a la vera de la opulencia; de fondo
suenan las panderetas de una España unida frente a los coros de la
independencia, el soniquete campanillero del recuento de monedas frente a las
palmas sordas de las cuentas vacías, los cantos desafinados del golpe de estado
ideológico frente al grito silencioso de un pueblo autista.
Ahora los indiferentes son ellos, allá nos pudramos entre
tanta gula dirigente y la avaricia opositora, ellos ya no estarán para presenciar
a la sociedad contemplativa que sustenta esta caterva de vividores, pasaron a
ser un número más de la estadística luctuosa, mucho más de lo que eran en vida
para la corruptela de los ojos vendados.
Dejaron a una de sus hijas que nos mirará con reproche por
siempre y nos recordará, con eco machacón, que somos unos cobardes, cómplices
de este desatino de mercados y presupuestos, de miradas hacia otra parte chiflando
nuestras vergüenzas, de cabezas de avestruz esperando que pase un temporal, sin
saber que no pasará, podrá cambiar de dirección y, tal vez, de sentido pero
seguirá llevándose vidas que con el tiempo, hasta la próxima, serán anónimas.
Y de fondo sigue sonando el quejío de una voz al toque
fúnebre de una guitarra... hambre, hambre, hambre.